martes, agosto 29, 2006

Una fábula de estos pagos


Dicen que una vez había una rata quejumbrosa, que muy ofuscada decía:


- ¡A nosotras siempre nos acusan de todo!


Y una cucaracha presumida respondía:


- ¡Es que nosotras somos mayoría!



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viernes, agosto 25, 2006

Una gota en "blues"


La veía caer temblorosa, casi con miedo, del lado de afuera del vidrio de la puerta del tren que vuelve para el Oeste. Todo es lluvia en Bs. As. Y no sé bien por qué es como si todo se entristeciera. Como si la lluvia fuera el llanto de los cielos. El color gris es el color de la tristeza, el gotán, el blues que pervive en cada alma. El agua siempre tiene un magnetismo tan atroz... Borges tiene razón: todas las lluvias son iguales. Todas nos remiten a los mismos recuerdos.
Y caía. Qué duro que es este cristal que hoy es la vida. Caía como si fuera una lágrima. Ella iba hacia el caudal de un hilo de agua que descendía. Y se moría. Iba a morir como mueren todas las gotas. Y yo, que contemplaba la fascinación de la fugacidad de la vida, pensaba:
¡Qué buen blues que es esa gota!
Efímera, se moría, mientras me miraba contemplarla en la fascinación de la fugacidad de la muerte. Y ella, temblorosa, se moría, pensaba:
¡Qué triste que es este tren!
Once-23 de agosto de 2005.

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jueves, agosto 24, 2006

Vive hoy, vive bien, vive siempre

Y resulta que ahora me gusta Buenos Aires cuando llueve. Un tipo con un paraguas, ahorcado por la corbata y duro por el caballeresco traje que lleva puesto, se resbala por saltar un charco y se cae de nuca contra el asfalto. Y al ver la ridícula pirueta me cago de la risa. Queda tirado y se muere desangrado porque la ambulancia tardó media hora, ya que el chofer y la enfermera se estaban echando un polvo en la parte de atrás, después de haberse fumado un buen porro. El certificado de defunción, las coronas de flores y la lápida en el cementerio dirán: MURIÓ COMO UN INFELIZ. A cualquiera le puede pasar.
Piénsenlo.

Escuché a mi vecinita del piso de abajo gemir como una yegua y me dije: ¡¡¡al fin alguien se la está poniendo bien!!! Y me cagué de risa al ver al pata de lana en el balcón cubriéndose las bolas con un par de medias mientras se mojaba con la lluvia, y al marido de la mina diciéndole: “¡Hola primor! ¿Me extrañaste? ¡Yo sí! ¡¡¡Y te traje esta caja de bombones de mierda que a vos te gustan tanto!!!”. Y me recontra recago de la risa cuando me acuerdo de que ella le había dicho a él: “¡Dale, negri, casémonos que quiero formar un hogar con vos!” A cualquiera le puede pasar.
Piénsenlo.

No me gusta el encierro cuando se viaja en tren los días de lluvia. Huele a rancio, a perfumes tobaras, a poronga en desuso y a concha con telarañas. Pero sí me gusta bajar en la estación de Once y cagar a codazos a los que se quieren subir al tren lleno antes de que toda la gente baje. Sobre todo a las viejas. “Esas que te dicen: ¡aaaayyyy! Pero qué maleducado! Y no sólo las golpearía con todo el gusto y placer de mi alma, sino que también las escupiría, las vomitaría, las mearía y las cagaría. Y no es mala educación. Sólo el llamado de la naturaleza. No voy a negarle el gusto a la gente con vocación de inodoro. A cualquiera le puede pasar. Piénsenlo.

Me cago de risa cuando veo a Joaquín Sabina en la tele, el centro de atracción de todas las cámaras hablando de cómo le gustó y le gusta la merca. Y todos diciendo: “aaaayyyy, ¿pero no es un dulce Joaquín? ¡Un divo! ¡Divvvvvvino! ¡Qué bien que canta! ¡Un poeta!”. Claro, esa misma gente dirá: "aaaayyyyy, pero ese pibe que para en la esquina anda con la mala junta, parece que anda en las drogas. ¿No le ves la cara de drogado que tiene?”. A cualquiera le puede pasar.
Piénsenlo.

Me gusta venir por la avenida bailando con el paraguas como Frank Sinatra, Fred Astaire, o como cualquiera de esos dos boludos. Cantando: I am singing in the fuckin’ rain! Venir feliz bajo la lluvia y meterle el paraguas bien en el orto a las modelitos de plástico que nos sonríen a todos en el kiosco. Y mientras, ellas gimen como perrrrrras: “¡oooohhhhh, aaaaahhhh, síiiiiiiiiiiii, asiiiiiiiiiii, qué bien que abrís y cerrás el paraguas, papito, papucho, gorddddi!” A cualquiera le puede pasar.
Piénsenlo.

Y resulta que ahora me gusta Buenos Aires cuando llueve. ¿Quién lo diría? ¿Pero alguna vez se fijaron que el agua que cae del cielo en Buenos Aires tiene otro color? Medio amarronado, como de malta. Y eso hace que los días de lluvia en Buenos Aires se vuelvan algo bizarros... como si lloviera whisky.

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miércoles, agosto 23, 2006

Fuego

("Puede ser que otra vez no sea cierto pero siento cómo el fuego me quema por dentro")



Estuve un rato en el averno. Sentía lava volcánica circular por mis venas, toda la revolución del fuego del sol vivir en mi interior. Sentía la ira del desierto sobre mi piel y la necesidad de transpirar hasta ahogarme en mi propia deshidratación. Mi cuerpo bailoteaba desequilibrado al ritmo de los latigazos de las llamas. Mis sesos sumergidos en una olla con agua hirviendo. Chispazos de pimienta negra estallaban en mi garganta.
Frente al espejo pude contemplar el furor de la explosión de la dinamita dentro de mis pupilas. Atónito, desquiciado, se desfiguraba mi rostro, y sonreí. Bajo la ducha, gotas de ácido repiqueteaban sobre la carne, desmoldándola como hace la lluvia con los hormigueros. Hormigas de fuego ácido se entrelazaban en mí.
Salí a buscar a un médico que me recetara algún demonio para que, curiosamente, calmara de manera violenta el fuego con sus caricias llamaradas. Porque es verdad que hay que combatir el fuego con otro fuego. El suelo de la calle estaba tapizado de brasas que me quemaban delicadamente a cada paso. Busqué una conexión de cielo, pero estaba negro y una brisa de horno me apantallaba. Como si en el averno no hubiera cielo o no hubiera posibilidad de acceder con la vista hacia él.
El tren o el diablo, no se bien, me condujeron hacia mi trabajo. El anteúltimo vagón estaba atestado de querubines que me inyectaron sus miradas y sus insoportables muecas al subir. Les respondí con vómitos de fuego y fui feliz mientras los veía arder. Pasó un vendedor de encendedores, y pensé que esa era la peor condena: mandar a un vendedor de encendedores al infierno. Claro, se cagaría de hambre por toda la eternidad. El negocio es mandar a los vendedores de encendedores al purgatorio porque ahí si la espera se debe hacer larga y ante los nervios, algún puchito hay que fumarse. Y como en el infierno no hay espera, hay que ir al grano y mandar ahí a todos los vendedores de ceniceros, ya que se encontrarían a los que fuman por vicio y si se ensucia el suelo no vaya a ser que el señor demonio se enoje.
Me dejé luego llevar por las entrañas de la ciudad entre voluptuosos tornados de calor, abismado en una vorágine de posesión ardiente. Envenenado por los deseos de odio hacia el mundo, padecía de ácidos incendios que revolvían mis infiernos, como si estuviesen revolviendo un puchero de mis tripas. Sentía que mis tripas se revolvían en un tornado de fuego demencial.
Recordé repentinamente que alguien dijo alguna vez que el cielo y el infierno no existen; que en realidad el cielo es todo aquello que se acerca a nuestro ideal y que el infierno es lo que nos aleja del mismo ideal. No son realidades, sólo ideas.
Miré el cartel que decía “Estación L.N.Alem” derritiéndose por las llamas, y todavía no sé bien si sólo fue una idea mía. Mientras tanto, yo, que rara vez deshecho las ideas, los sueños y otras vulgaridades, salí de ese maldito túnel vomitado a la calle como llamarada de dragón y seguí querubín danzante al embrujo de la fiebre.

08/08/2006





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