miércoles, agosto 23, 2006

Fuego

("Puede ser que otra vez no sea cierto pero siento cómo el fuego me quema por dentro")



Estuve un rato en el averno. Sentía lava volcánica circular por mis venas, toda la revolución del fuego del sol vivir en mi interior. Sentía la ira del desierto sobre mi piel y la necesidad de transpirar hasta ahogarme en mi propia deshidratación. Mi cuerpo bailoteaba desequilibrado al ritmo de los latigazos de las llamas. Mis sesos sumergidos en una olla con agua hirviendo. Chispazos de pimienta negra estallaban en mi garganta.
Frente al espejo pude contemplar el furor de la explosión de la dinamita dentro de mis pupilas. Atónito, desquiciado, se desfiguraba mi rostro, y sonreí. Bajo la ducha, gotas de ácido repiqueteaban sobre la carne, desmoldándola como hace la lluvia con los hormigueros. Hormigas de fuego ácido se entrelazaban en mí.
Salí a buscar a un médico que me recetara algún demonio para que, curiosamente, calmara de manera violenta el fuego con sus caricias llamaradas. Porque es verdad que hay que combatir el fuego con otro fuego. El suelo de la calle estaba tapizado de brasas que me quemaban delicadamente a cada paso. Busqué una conexión de cielo, pero estaba negro y una brisa de horno me apantallaba. Como si en el averno no hubiera cielo o no hubiera posibilidad de acceder con la vista hacia él.
El tren o el diablo, no se bien, me condujeron hacia mi trabajo. El anteúltimo vagón estaba atestado de querubines que me inyectaron sus miradas y sus insoportables muecas al subir. Les respondí con vómitos de fuego y fui feliz mientras los veía arder. Pasó un vendedor de encendedores, y pensé que esa era la peor condena: mandar a un vendedor de encendedores al infierno. Claro, se cagaría de hambre por toda la eternidad. El negocio es mandar a los vendedores de encendedores al purgatorio porque ahí si la espera se debe hacer larga y ante los nervios, algún puchito hay que fumarse. Y como en el infierno no hay espera, hay que ir al grano y mandar ahí a todos los vendedores de ceniceros, ya que se encontrarían a los que fuman por vicio y si se ensucia el suelo no vaya a ser que el señor demonio se enoje.
Me dejé luego llevar por las entrañas de la ciudad entre voluptuosos tornados de calor, abismado en una vorágine de posesión ardiente. Envenenado por los deseos de odio hacia el mundo, padecía de ácidos incendios que revolvían mis infiernos, como si estuviesen revolviendo un puchero de mis tripas. Sentía que mis tripas se revolvían en un tornado de fuego demencial.
Recordé repentinamente que alguien dijo alguna vez que el cielo y el infierno no existen; que en realidad el cielo es todo aquello que se acerca a nuestro ideal y que el infierno es lo que nos aleja del mismo ideal. No son realidades, sólo ideas.
Miré el cartel que decía “Estación L.N.Alem” derritiéndose por las llamas, y todavía no sé bien si sólo fue una idea mía. Mientras tanto, yo, que rara vez deshecho las ideas, los sueños y otras vulgaridades, salí de ese maldito túnel vomitado a la calle como llamarada de dragón y seguí querubín danzante al embrujo de la fiebre.

08/08/2006





Etiquetas: