martes, febrero 13, 2007

Se despertó y vio el desorden. El sol vampiricida atravesaba la persiana con sus rayos ultraláser. La desolación que se tambalea entre las botellas inconscientes y el olor a mezcla de los excesos. La cabeza centrífuga, las paredes revoltosas, y un dolor que late en algún rincón. Un dolor manantial que lo ahogaba en su tragedia. Un dolor tan doloroso contagioso, doloroso criminal, que lo hacía sufrir con tantas ganas, que necesitaba salir a los gritos... a gritar cuánto se lo merecía. Todo era tan triste que necesitaba saber en cuánto se partirían sus lágrimas cuando llegaran al suelo. Pero se juró que no iba a dejar sus lágrimas al arbitrio del azar. Prefirió entonces, dejarlo todo a la tiranía de la tragedia. La tragedia que convive con la absurda máscara de la sonrisa.



Ese dolor tan fiel, que cuando se amiga de la costumbre ya no es dolor, le susurra ritmos sin letra y letras sin ritmo que sabrá conjugar con trágica paciencia. Este ángel de la corona perdida me contó a la vuelta de una alcantarilla, que al regreso de un blending narcótico, se prendió un pucho inexplicable, y se sentó a contemplar como si sus alas fueran vencidas por las tragedias del corazón.
La tragedia de encontrar ese corazón que alguien había dejado abandonado en un rincón y de contemplarlo perplejo sin saber qué hacer.

Etiquetas: ,